El valor social de cualquier actividad debe establecerse por comparación entre los resultados de la misma y lo que estos representan para la sociedad en su conjunto, no exclusivamente para los responsables de ejecutarla, y, con preferencia, en su entorno más próximo. La relación que así se establece entre universidades y entornos, por la funcionalidad de las primeras, es reflexiva estableciendo un círculo virtuoso. Las sociedades demandan funcionalidad a las universidades y contribuyen a su financiación y estas devuelven a la sociedad los resultados de su actividad, de forma que si éstos tienen valor es porque generan crecimiento con el que la sociedad incrementa sus capacidades de apoyo y sus demandas a las universidades (1). La investigación de las universidades tendrá tanto mayor valor social cuanto más active este círculo de inter-apoyo virtuoso. Para ello sus resultados deben medirse en cómo contribuyen al desarrollo económico y social, en sus pasos sucesivos: conocimiento creado; su transferencia para aplicaciones de innovación y desarrollo; competitividad del sistema productivo, y, finalmente, modelo de sociedad y bienestar propio (autónomo, elegido libremente). La Figura 1 ilustra esta cadena enganchada a la investigación, propia de las sociedades de economía innovadora, en cuyo colectivo se encuentra España, tanto en su conjunto, como parcelada en sus diferentes Comunidades Autónomas. El gráfico que acompaña a la Figura 1 indica la relación entre resultado inmediato de la investigación, conocimiento generado, verdadera materia prima sobre el que apoyar el crecimiento de una sociedad, y que es válido para sus ejecutores, los investigadores, y lo que demanda la sociedad: crecimiento desde la innovación y la competitividad productiva. Como existe un ángulo máximo